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Oiga… Y yo a Ud… ¿qué le he hecho?

El otro día, asistí a una conversación entre colegas. “No sé qué le pasa a este hombre conmigo –le dijo uno al otro-. Ni me conoce, ni sabe como trabajo, ni soy consciente de haberle hecho nada. Sólo hemos cruzado tres conversaciones y, sin embargo, siento que me odia. Incluso va diciendo por ahí barbaridades de mí. No lo entiendo”. “No te preocupes – le dijo el otro-. No le has hecho nada; simplemente, eres más brillante que él; lo sabe y no puede soportarlo”.

Y, en mi interior, volví a identificar el viejo problema: cómo manejar el talento sin generarte enemigos personales; sin amenazar el statu quo existente; y sin poner a funcionar las defensas organizativas, esa especie de glóbulos blancos que tienen las personas en sus trabajos, que te identifican como un cuerpo extraño, te apartan poco a poco de la vida de la empresa y, si pueden, te expulsan sin piedad.

En realidad este es un viejo problema. Siempre recordaré mi primer trabajo con responsabilidades ejecutivas en una multinacional española. Apenas llevaba yo tres días en la compañía cuando un colega me dijo. “Hombre… ¿otro que viene a cambiar el mundo?. No te engañes –me espetó-. Estas empresas no se cambian desde la cabina del capitán, sino desde las cocinas; si te ganas a los cocineros, harás algo; si sólo te apoyas en el capitán, pasarás por aquí como uno de tantos”. “Y no te olvides de una cosa –terminó-: aquí mandan los cocineros y los sargentos; y tienes que ganarte su respeto”. Pues de aquella conversación (hace más de ocho años) salen estas pequeñas recetas.

En primer lugar, siempre me ha parecido muy sano llegar a los sitios con la mente en blanco. Procuro hacer oídos sordos a lo que me dicen unos u otros. Y si lo hago así, es porque, con mejor o peor intención, las informaciones que muchos te dan con tanta generosidad, casi siempre son interesadas. Quizá ésta sea una postura naif, pero prefiero que los juicios sobre situaciones y personas sean míos, no de otros. Además, querámoslo o no, una opinión siempre condiciona. En los años 50, el profesor Kelly realizó una investigación entre sus alumnos universitarios. Invitó a dos conferenciantes distintos y, junto con el título de su ponencia, dejó caer algunos datos de su perfil personal: mientras que a uno se le describía como persona “profesional y sistemática”, al otro se le calificaba de “cálido y próximo”. Los resultados no se hicieron esperar. Los alumnos que habían asistido a la clase del “profesional”, le describieron como una persona fría, sin sentido del humor, y egocéntrica; por el contrario, quienes “tuvieron la suerte” de recibir la lección del otro profesor, le valoraron de forma muy y pidieron hablar con él al fin de la sesión.

En segundo lugar, otra de las recetas que he aplicado siempre es ésta: no perder de vista nunca el objetivo que persigo, y “poner la cara y la otra mejilla” tantas veces como sea necesario para alcanzarlo. No me importan las malas formas que recibo, las zancadillas que se pongan, o lo cuesta arriba de las situaciones. Y es que, cuando uno pone la cara, una y otra vez, es dueño de una prerrogativa que nadie, repito, nadie puede arrebatarle: retirar su cara y su mejilla cuando lo crea oportuno y sentirse libre para usar, si es preciso, el peso de los galones. Es como si le dijeras al otro: “¿Has dicho ya todo lo que tenías que decir?. Pues bien, ahora me toca a mí”.

En tercer lugar, otro punto que siempre he intentado cuidar es el de la comunicación interpersonal, es decir, la forma en la que nos relacionamos con las personas. Nunca se me olvidará una sobremesa con un buen amigo y mi hijo mayor, que, por aquel entonces tenía 5 años. “Es un niño bastante reservado, muy racional –le dije a mi amigo- y no es muy dado a hablar con quien no conoce”. Mi sorpresa fue comprobar, a los diez minutos, cómo el niño hablaba por los codos con mi amigo. “¿Cómo lo has hecho?” –le pregunté. “Muy fácil –me contestó-. Ni le he contado mi vida, ni le he preguntado por la suya; me ha contado lo que él quería y yo he tirado de la cuerda”.

Y esa fue la gran lección: escuchar antes de hablar. Es curioso comprobar que cuanto más escuchas, más rica es la comunicación (que se lo pregunten a Jesús Quintero). Y de ahí, tirando de ese hilo, he ido comprobando que es mejor dudar de todo, en lugar de ser dogmático de nada, por muy brillante que creas que eres; que es mejor describir un hecho, que valorarlo como bueno a malo; que es mejor orientarse en grupo a la resolución de un problema, que controlar a las personas, por pequeño que sea tu margen de maniobra; que es mejor ser espontáneo y natural, a actuar conforme a un guión oculto o definido; que es mejor mostrar empatía por las personas, que presentarte frío, distante e indiferente por las circunstancias de los demás; que, en definitiva, es mejor situarse en un plano de igualdad con los demás, a subirse en el pedestal de los galones.

Pues ahí tiene, amigo lector, alguna explicación para saber porqué aquel colega suyo, al que no le hizo (según Ud.) nada, va por ahí diciendo barbaridades de Ud. Tenga claro que, importa  lo que los demás digan de Ud; tenga claro, también, que quizá no tuvo en cuenta a los cocineros y no se ganó su respeto; sepa que, a lo mejor, no escuchó lo suficiente; y tenga claro, también que sentar cátedra, valorar comportamientos, controlar a las personas y carecer de empatía, también es algo a saber. Y, si después de todo esto se reafirma en su idea de que a aquel tipo lo le hizo nada, entonces quede tranquilo: a lo mejor aquel tipo era, sencillamente, un mediocre.

Publicado en el Diario Cinco Días, 3 de mayo de 2002


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