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Pierde más el que más pone

Hace días, me llamó un antiguo colega, con el que guardo gran amistad, y me hizo una consulta. “Tengo una duda, Alberto, y no sé qué hacer –me dijo-. Tengo en mis manos un informe complicado, de esos que no gustan de leer a nadie, de esos que sacan a la luz las ineficiencias de la empresa. Esta es mi duda –me espetó: por una parte, pienso que mi Director General debería leerlo, porque puede ayudarle a mejorar muchas cosas; pero, por otra, tengo la sensación de ser el único que se moja y que cada día me arriesgo más diciendo lo que está pasando. ¿Qué hago? ¿Lo circulo o lo meto en el cajón?”. Después de pensarlo un rato, le contesté: “Pasa el informe si estás convencido que lo van a valorar como un acto de lealtad y que van a usarlo para tomar decisiones. Mételo en el cajón si crees que no servirá para nada y que, además, te empezarán ver como un agorero”.

Esa fue mi respuesta, amigo lector, y con ella le brindo, en forma de refranero castellano, el tema de la tribuna de hoy: “el que más pone, más pierde”. O dicho de otra forma: “o jugamos todos, o rompemos la baraja”. O dicho de manera mucho más precisa: “lo que es bueno para la organización no siempre es bueno para mí”.  Y si no me cree, dígame que nunca ha sufrido una cornada por intentar hacer lo que debía, por arriesgar su puesto en nombre de la institución, o por anteponer los intereses de la compañía a su propio “bienestar” profesional.

Si reconoce conmigo que ésto es más que frecuente de lo que parece, entonces permítame identificar algunas de esas situaciones tan lesivas para su propia integridad y no vaya por ahí haciendo el Quijote del siglo XIX.

Para empezar, un caso típico de alto riesgo es cuando te toca jugar el papel de “pepito grillo”, como en el caso de mi amigo. En principio, una actitud así (sacar a relucir los problemas y las situaciones delicadas) debería ser buena para la empresa porque, ya se sabe, la autocomplacencia en el inicio del fin. Sin embargo, casi siempre es malo para uno mismo, porque a nadie le gusta oír lo que está haciendo mal; porque la “lealtad institucional” se confunde fácilmente con el “y éste que querrá sacar a cambio”; y porque, al final, es muy probable que te consideren para siempre “el cenizo” o “el llorón” de la organización.

Otra situación de riesgo es cuando te piden, o te arrogan, el papel de mediador entre los altos ejecutivos de la compañía. Normalmente ese rol no te lo asignan de manera formal, sino que te llega, como el espíritu santo, bajo expresiones curiosas. La que más me gusta es “coordinad con fulano lo que vayáis a hacer”, aunque hay otras memorables como la de “por favor, pones en negro sobre blanco los puntos de vista de todos”. Una situación como ésta siempre huele a enfermería, cuando no a cementerio: las cornadas te vienen de todas partes, porque, nunca conseguirás “coordinar” a gusto de todos. Además, si eres buen profesional, intentarás “comerte el marrón” y no “delegar para arriba”, es decir, no pasar a tu señorito de turno los problemas sino las soluciones. Comprobará conmigo que eso es bueno para la compañía, pero el coste personal (el bueno para mí) es elevadísimo.

Otra situación de alto riesgo es cuando decides tirar para adelante en tal o cual asunto en uso de tus propias responsabilidades y de tu propia capacidad ejecutiva. ¿Es bueno para la compañía? Razonablemente debería serlo, sobre todo si de ahí derivan resultados evidentes y se van construyendo cosas. Sin embargo, y es curioso, puede traerte muchos problemas personales bien porque, de repente, asumes mucha visibilidad organizativa, bien porque la visibilidad de los demás decrece, o bien porque el listón se empieza poner más alto para todos y eso deja en mal lugar a algunos.

Bien. Una vez identificadas algunas situaciones… ¿Y qué me recomienda a mí, estimado profesor?. ¿Cómo puedo conseguir que lo que es bueno para la organización sea, también bueno para mí? Ya le he dicho más de una vez, amigo lector, que aquí no hay muchas recetas posibles. Sin embargo, sí hay dos recetillas que me gustaría darle (por cierto, todas están en el Cossio).

La primera es ésta: siempre hay que salir a la plaza a cortar las orejas y, si no se puede, pues échele usted vergüenza torera. Dicho de otra forma: no renuncie nunca a hacer lo que hay que hacer, no pierda de vista que el objetivo es el objetivo, y que nadie pueda decirle nunca que tiró la toalla y dejó marchar al toro vivo. Con eso, está usted ganando sus propia autoestima.

La segunda receta es simple: Cada toro (cada organización) tiene su lidia. Es decir, si se enfrenta usted a organizaciones bravuconas, de esas que le buscan el tobillo y quieren cogerle, pues dispare primero y haga que humillen. Si, por el contrario, la organización es mansa de solemnidad, de esas que te van ganando por aburrimiento, porque nunca pasa nada - porque nada puede pasar- pues pruebe poquito a poquito a ver si se tragan unos cuantos pases. Y, sobre todo, tenga paciencia. Y, si es necesario, acuérdese de Ghandi: ofrezca una resistencia pasiva. Que con eso va ganando experiencia.

Y la tercera es ésta. No merece la pena morir en una plaza de segunda con un toro de asco. Sea usted mas listo, haga una faenita de aliño, y no se exponga inútilmente, sobre todo si el respetable no hace más que pitarle y tirarle almohadillas. Mate al toro y espere al siguiente. Vamos, que no se exponga inútilmente cuando no haya nada que ganar. Con eso, ya ve, está ganando tiempo.

Y sobre todo, no se confunda. Toree para usted. Ahí tendrá su recompensa: la experiencia adquirida. Que con eso ya va servido.

Publicado en el Diario Cinco Días, 28 de junio de 2002


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