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El gran carajal o el liderazgo del miope

Pregunta: ¿Cuántas veces ha tenido el lector en sus manos un proyecto apasionante, de ésos que son el sueño de todo profesional? Respuesta: pocas. Otra pregunta: ¿Y cuántas veces ese proyecto se ha reducido a la mínima expresión? Pues ese es el tema de hoy: de cómo un bonito proyecto se frustra poco a poco (por la triste realidad, por las miopías organizativas, por las miserias de las cañerías burocráticas…) y, al final (porque las cosas son como son, porque los libros son una cosa y la realidad otra, porque lo importante son los resultados y no la psicología, porque los sueños, sueños son…) todo queda en lo de siempre: en nada o casi nada. Y detrás de todo esto suele haber un gran responsable: el gran carajal.

¿Por qué pasa ésto? En mi caso, recuerdo nítidamente como fue, el día y la hora. Reunión a primer nivel; reunión para explicar el nuevo posicionamiento, basado en los valores percibidos por clientes, accionistas, empleados y competidores; reunión para presentar un plan de comunicación para llegar a las audiencias internas y externas;  reunión para comenzar a implantar un conjunto de acciones, productos, servicios y programas de fidelización para dar vida al posicionamiento; reunión para integrar lo que hasta ese momento era un proyecto de comunicación, en un programa de gestión; reunión en la que yo actuaba de ponente, con todo preparado…  y comiendo chicle (nueva mota negra en mi vida). Y ahí saltó el  carajal.

“He estado callado, pero ahora voy a hablar”- intervino el que fuera Consejero Delegado. No sabemos cómo será el futuro: no quiero hablar de la visión; el organigrama  no le importa a nadie, sólo a los cotillas; el canal de comunicación básico es el jefe directo, como con los espías del KGB, que sólo conocen a su contacto; aquí lo que importa es el trabajo del día a día y vender. Esto no lo apruebo”. Intenté explicar las ventajas de relanzar la compañía, de crear una gran autopista comunicacional en la que todos y cada uno de los hechos, productos y servicios se fuesen colgando en esa autopista para “encajarlos” en un todo (como ha hecho, por ejemplo BMW con su famoso ¿Te gusta conducir?).

Nada; me chocaba contra un muro de piedra. Y no pude reprimir mi respuesta: “Una postura como ésa nos está llevando a que todo el mundo en esta empresa piense que, más que un proyecto, lo que tenemos es un gran carajal”.

Y la mota negra se hizo tintero y los 101 dálmatas estaban inmaculados a mi lado. De repente lo entendí todo. El carajal se había hecho persona. Había aparecido en forma de cancerbero de ilusiones, de fontanero mayor del reino, de adalid de lo posible, de gestor de lo pequeño. Había aparecido un nuevo tipo de gestor: el gestor carajal. ¿Cuáles son las características de este gestor?

Ahí van unas cuantas. La primera de ellas es su ausencia de visión corporativa, y su casi nula capacidad para entender la partes blandas, esas que normalmente tiene que ver conceptos intangibles como son la cultura, la identidad corporativa o los valores institucionales. El gestor carajal  tiene necesidad imperiosa de centrarse casi exclusivamente en los números, en los ratios, en el producto y en los pequeños detalles. Ahí se encuentra cómodo porque eso es tangible; con lo intangible se siente inseguro y lo rechaza de plano.

En segundo lugar, la inconsistencia de criterios es otra de sus características. Este punto es muy dañino en las organizaciones: lo que es bueno hoy, mañana es malo; no hay criterios predefinidos para casi nada; el método común de trabajo es el error y ensayo. Y todavía más: los criterios se aplican para los demás, no para uno mismo; haced lo que yo diga, pero no hagáis lo que yo haga.  En definitiva: el único criterio razonable de medida es él mismo.

En tercer lugar, el organigrama es más que un secreto: es tabú. Tan tabú es que muchas organizaciones recurren al listín de teléfonos para, de forma más o menos oficial, decir a la gente qué hace quién y dónde está cada cual. Recuerdo cuando, en la reunión de marras, saqué a relucir que el organigrama, que parecía uno de los mayores secretos de estado, estaba línea por línea y cargo por cargo en la lista de teléfonos. Yo recibí un bufido más, pero el responsable de los teléfonos casi se queda sordo ante el tremendo rapapolvo con que le despacharon. Y todavía más: la máxima expresión de un organigrama tabú es que los ascensos no se comunican de manera oficial y a los “afectados” se les exige máxima discreción.

Otro factor asociado al gestor carajal es su escasa comprensión por el factor personal. En más de una ocasión, me desgañitaba para intentar explicar que el comportamiento organizativo depende de cuatro variables, y todas ellas decisivas: estructura formal, o relaciones de derechos, deberes y obligaciones que derivan de un organigrama; la estructura informal, o normas consuetudinarias, grupos espontáneos que con el tiempo se van conformando en las organizaciones; la tecnología, como factor de revolución permanente; y, en cuarto lugar, las personas, con sus aspiraciones, intereses, demandas, motivaciones, etc. Pues bien. Todo inútil. Más de una vez recuerdo haber escuchado una respuesta como ésta: “eso no importa; eso es psicología”.

Eso es psicología…. ¿Y qué diablos es una organización de 20.000 personas?. Valdano, el hoy Director General Deportivo del Real Madrid, lo vio con claridad. “Un equipo –dijo- es un estado de ánimo”. Créanme. Sin entender que el estado de ánimo de las organizaciones está directamente vinculado a comportamiento de las personas, a sus motivaciones y aspiraciones personales y profesionales, difícilmente puede entenderse una organización.  Aunque sea psicología.

En quinto lugar, el gestor carajal tiene una animadversión que raya lo visceral ante toda muestra de talento, creatividad y espíritu de innovación. Curiosamente, este personaje no es caótico ni desordenado. Se caracteriza más bien por el deseo de control absoluto de todo, lo que le conduce directamente al carajal: por un lado, se convierte en cuello de botella de todos los trabajos, ordinarios y extraordinarios; por otro, frena todo aquello que pudiera escapar a su control; y finalmente, rechaza todo aquello que introduce incertidumbre en su esquema mental. La conclusión de este “control absoluto de la nada” es simple: la organización pasa a convertirse inmediatamente en menor de edad. “Que lo haga  él: yo sólo me muevo cuando me lo diga”.

Por último, el gestor carajal es envidioso y en cierta medida como el perro del hortelano. Ni  come ni deja comer. Si haces algo sin contar con él y, en consecuencia, escapas a su necesidad imperiosa de control absoluto, malo. Pero si haces algo en lo que buscas es su implicación y que, en cierta medida, se escapa de los parámetros definidos por él, peor. Nunca se sabe cómo acertar. Aunque bien mirado, sí hay una fórmula: decirle que sí a todo.

Por más que pueda parecer una catálogo desmesurado de errores, o una antología del disparate empresarial, lo cierto y verdad es que, como en la vida misma, la realidad supera a la ficción.

Bien. Así es realmente el gestor carajal: centrado en lo pequeño, con incapacidad manifiesta de pensar en grande, con desprecio absoluto hacia aquellos intangibles con los que se construye el alma de las organizaciones: su visión, sus valores, su identidad, su cultura; y con incomprensión hacia lo que representa el factor personal en las organizaciones. Es decir: con miopía radical hacia todo aquello que, a medio y largo plazo, hace grandes a las organizaciones y genera ilusión en ellas.

Y es que la capacidad de generar ilusión es decisiva. No estamos hablando de esa clase de ilusión que se traduce en fanfarria, en venta de motos, en más ruido que nueces, en fastos “ad maioren gratiam” de los grandes jefes. De lo que estamos hablando es de la capacidad de implicar en un proyecto; de la constatación de que las cosas van saliendo; de la certeza de que se cumplen las promesas; de, en definitiva, la necesidad de sentir una cierta dosis de realización personal con tu trabajo. Y eso no es capaz de verlo el dueño del carajal. El pensará que es psicología y músicas celestiales. Y claro; terminará haciendo lo de siempre: disparando al pianista.

Publicado en el Diario Cinco Días, 22 junio 2001


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